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Por qué los loros (y otras aves) imitan lo que les decimos?

Los loros, cotorras y algunas otras especies de aves son famosas por su capacidad de “hablar”, aunque lo que hacen en realidad es simplemente imitar los sonidos que escuchan. Seguro que alguna vez te has preguntado cómo lo hacen y por qué solo algunas aves tienen esta capacidad.

CÓMO CONSIGUEN LAS AVES IMITAR SONIDOS
Estrictamente hablando, ningún ave “habla” ya que no poseen cuerdas vocales. Lo que hacen algunas es imitar con mucha precisión los sonidos que escuchan, mediante su propio órgano vocal llamado siringe. Este se ubica en la tráquea y es el responsable de la gran capacidad de vocalización de las aves, incluyendo su capacidad de “cantar”.
La siringe está compuesta por múltiples membranas y anillos en los que el aire vibra al pasar; lo cual les permite emitir una amplia gama de sonidos y ritmos. Muchas especies presentan dimorfismo sexual en este aspecto y los machos pueden emitir una gama más amplia de sonidos que las hembras, ya que el propósito principal de estas vocalizaciones son las exhibiciones de apareamiento. Varias aves tienen tendencia a imitar los sonidos que escuchan, como los cuervos y las urracas.

Algunas, como los loros, poseen además una lengua redondeada que, al moverse a gran velocidad, hace vibrar el aire y permite reproducir sonidos que imitan con gran precisión los que los humanos emitimos gracias a las cuerdas vocales. Las especies que poseen esta capacidad pertenecen al orden Psittaciformes, que engloba a los papagayos, cacatúas, cotorras y periquitos, aunque su habilidad a la hora de imitar varía.

POR QUÉ LOS LOROS SON LOS MEJORES IMITADORES
Entre las especies que logran imitar el habla con mayor precisión se encuentran el loro gris africano (Psittacus erithacus), el loro eclecto (Eclectus roratus) y los guacamayos (género Ara, que comprende varias especies y subespecies); otros, como las cacatúas (género Cacatua) y los periquitos (Melopsittacus undulatus) imitan el habla pero no con la misma claridad.
En 2015 se publicó un estudio que podría arrojar algo de luz sobre por qué los loros son mejores imitadores que otras aves: en un experimento realizado con nueve especies de loros se descubrió que su cerebro tiene una región “duplicada” que otras aves no tienen. Todos los animales capaces de imitar sonidos tienen unas zonas en el cerebro llamadas núcleos que controlan el aprendizaje vocal, pero los loros tienen alrededor de estos unos anillos exteriores denominados conchas, que están involucrados en la capacidad de emular sonidos. Esta zona extra dedicada al lenguaje les permite reproducir sonidos con mayor fidelidad que otras especies.

Por desgracia, esta habilidad ha puesto a muchos de ellos en peligro de extinción. Un caso icónico es el del guacamayo de Spix (Cyanopsitta spixii), protagonista de las películas de animación Río y Río 2: fue declarado extinto en libertad en 2019 y en la actualidad se está intentando reintroducirlos en Brasil y Paraguay a partir de ejemplares criados en cautividad.

POR QUÉ LOS LOROS APRENDEN A HABLAR
Además de cómo consiguen “hablar” los loros y otras aves, está la cuestión de por qué lo hacen y, sobre todo, si tienen una percepción cognitiva de las palabras que reproducen o para ellos son simplemente sonidos.
Hasta ahora la mayoría de estudios realizados apuntan a que no son conscientes de estar pronunciando “palabras” y que simplemente actúan por estímulo-recompensa; es decir que aprenden que, cuando imitan con exactitud el habla humana, reciben un premio. Esta hipótesis parece reforzada por el hecho de que los únicos que imitan con precisión han sido entrenados para ello; los demás imitan sonidos pero no articulan las palabras con claridad.

Sin embargo, casos concretos apuntan a que algunas especies sí pueden tener una cognición de los sonidos que imitan como palabras completas y asociarlos a conceptos físicos o abstractos como las emociones. Un caso emblemático es el de Alex, un loro gris que durante treinta años fue el sujeto de estudio de la psicóloga animal Irene Pepperberg.
Alex era capaz de asociar palabras a cosas, acciones o emociones concretas y Pepperberg concluyó que poseía la inteligencia racional de un niño de cinco años y la inteligencia emocional de un niño de dos años. Cuando la psicóloga, que era además su cuidadora, se iba del laboratorio por la noche, siempre la despedía con las mismas palabras que ella le decía: “Pórtate bien. Te quiero. Nos vemos mañana”. Fueron las últimas palabras que le dijo la noche antes de su muerte.