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Falló combate al COVID-19 en México: New York Times

Un artículo publicado e The New York Times, titulado “El declive del popular López-Gatell, el galán de la telenovela de la tarde”, dan cuenta de cómo se ve desde afuera la atención a la pendemia del coronavirus en México. La conclusión, afirma, es que falló.

Dada su importancia para comprender la errática política mexicana para enfrentar esta crisis, nos permitimos reproducirlo, para que nuestros lectores tengan una mejor perspectiva.

Diego Fonseca/The New York Times

En marzo, Hugo López-Gatell era el galán de la telenovela de la tarde. Protagonista de conferencias diarias sobre el progreso de la pandemia en México, educado y elegante, presentaba cifras y traducía conceptos complejos. Era el mejor vocero para un gobierno habituado a tropezar con las palabras. Tres meses después, el mismo López-Gatell luce agotado, a veces huraño, en no pocas ocasiones condescendiente, como una estrella en horas bajas.

Ni una cosa ni la otra. La fractura del aura alrededor del subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud de México no es solo producto de sus errores como zar del coronavirus. En el fondo, sus fallos son producto del modelo de gestión de un gobierno más proclive a la improvisación que a la planeación y liderado por un presidente con una concepción reduccionista de la gestión pública, el poder y la democracia.

El factor López-Gatell es, en rigor, el factor Andrés Manuel López Obrador.

El subsecretario tropezó varias veces en la gestión de la crisis. Confió en un sistema centinela de vigilancia que la Organización Mundial de la Salud considera inefectivo para detectar enfermedades raras, como la COVID-19. Si se lo propuso, no consiguió que el gobierno ordenara confinamientos inmediatos —y, cuando los hizo, reabrió temprano— ni empleó los encierros para efectuar pruebas masivas —México hace muy pocas—. El gobierno fue renuente por mucho tiempo a suspender eventos masivos, incluidos festivales o los mítines del presidente.

López-Gatell destiñó su credibilidad inicial anunciando reiteradas victorias tácticas irreales contra el virus. En mayojunio y julio dijo que México había “aplanado la curva”. No fue así. Después de que varios reportes periodísticos demostraran un significativo subregistro de muertos por el coronavirus en el país, López-Gatell aceptó que había “cifras ocultas” de decesos y contagios. A mediados de julio, México era el cuarto país del mundo en número de muertes confirmadas.

Nadie puede culpar a un hombre de creer en una idea, pero será cuestionado por intransigente si la evidencia contra esas creencias es abrumadora. Y López-Gatell rara vez reconoce errores, un fenómeno llamativo en un científico. Da vueltas, es errático, pivotea, juega con la retórica en sus largas conferencias. Pero no retrocede.

Es probable que la razón le exceda: López-Gatell es la cara visible del gobierno para la crisis, pero su poder es limitado. La decisión final —y eso incluye su continuidad en el gobierno— es de López Obrador. Y son las necesidades políticas del presidente las que se ponen en el camino de cualquier cambio. En gobiernos más razonables, cualquier funcionario con autocrítica modificaría la dirección de la gestión de la crisis, pero en el de AMLO disentir pone la puerta de salida muy cerca, como sucedió con el exsecretario de Hacienda Carlos Urzúa.

Por convicción o por disciplina, López-Gatell ha decidido obedecer.

En Estados Unidos y México gobiernan dos hombres bastante parecidos, pero mientras su par estadounidense, Anthony Fauci, ha contradicho a la Casa Blanca y reclama no ignorar a la ciencia, López-Gatell calla y justifica. Tampoco es Anders Tegnell, el epidemiólogo sueco que falló con la estrategia de inmunización de rebaño en su país, pero reconoció su fracaso sin esconderse: el subsecretario mexicano jamás aceptó el fallo de su plan. Y tampoco es Fernando Simón, el portavoz de la estrategia española, quien también subestimó al virus —no estuvo solo— y cometió errores trágicos hasta que miles de muertos lo obligaron a cambiar el rumbo y los contagios y las fatalidades cayeron.

Su tono calmado hace todo más digerible, pero las respuestas de López-Gatell van a menudo a la ofensiva: el gobierno hace lo que debe; si falla es por razones ajenas a su voluntad. Así, minimizó el impacto inicial de la crisis y subestimó su expansión: falló. Cambió el modo de exponer los contagios para exhibir mejores resultados, pero el número de enfermos y muertos sigue creciendo: falla. Finalmente, asumió la retórica de AMLO: ha convertido la crisis en un problema ideológico con la industria alimentaria y en un regaño paternalista a los hábitos de consumo de los mexicanos. Como el gobierno de López Obrador ha hecho durante casi dos años con el neoliberalismo, la prensa, la sociedad civil y el pasado, el subsecretario ha encontrado en los refrescos y las donas un chivo expiatorio para esconder sus incapacidades. Falla.

En México hay quienes piden la renuncia de López-Gatell. Pero no creo que el problema del país sea la ejecución, pues el subsecretario es una expresión instrumental de una concepción de la gestión pública. Quiero creer que es un científico encerrado en un perverso sistema de toma de decisiones políticas y que en otras circunstancias tal vez daría otros pasos. Pero no en un gobierno personalista, donde la palabra final pertenece a un presidente que llegó al poder por obstinación antes que preparación y con una cosmovisión maniquea y reduccionista de la realidad.

Ante el fracaso de México para enfrentar al virus, no hay ganadores. Si es AMLO quien decide la manera de enfrentar la pandemia, López-Gatell es un peón que disfraza como científicas decisiones políticas: caerá cuando la necesidad política lo determine. Si es el subsecretario quien decide, entonces el presidente tiene una autoridad vacía que rellenarán siempre quienes sean dueños de su oído. Con o sin ciencia que los respalde.

This article originally appeared in The New York Times.

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