Deficiente apoyo gubernamental, están en el olvido e indefensos ante la mancha urbana
- Campesinos y universitarios luchan desesperadamente para que esta zona sea rescatada y protegida
El asombro español fue mayúsculo al quedar frente a la cultura nativa, una belleza sin igual. Ahí, sobre extensos espejos de agua de la ciudad del otrora imperio azteca, sobresalían imponentes cultivos agrícolas de chinampas, los “dioses blancos” los bautizaron como “jardines flotantes”; para desgracia mexica, del asombro y admiración, los conquistadores pasaron a prohibir su construcción y ordenar su destrucción total; orden que hoy día pesa sobre los pocos campesinos que luchan desesperadamente por conservar su tradición milenaria.
Qué más significativo del crecimiento demográfico y modernidad de la CDMX que pararse en algún extremo de los puentes peatonales que dan a los paraderos del Sistema de Transporte Público (STC Metro), terminal Tláhuac, línea 12 del Metro, también conocida como “línea dorada”, la cual fue construida precisamente sobre parte de la zona chinampera de la demarcación del mismo nombre, como preludio a su extinción.
Desde allí y conforme el sol hace su recorrido como efecto de la rotación de la tierra, centellea el brillo de múltiples objetos al otro lado del cerco que delimita la construcción del Sistema de Transporte Colectivo Metro con la zona de cultivo chinampero; pero este brillo no es precisamente del agua, vital líquido que da vida a este sistema ancestral, sino de cientos de todo tipo de envases de plástico, que los mismos vendedores ambulantes, usuarios y conductores del transporte público que hacen base aquí, se encargan día a día de tirarlos, en una acción que refleja el desprecio por la vida.
Sin lugar a dudas, fiel reflejo del abandono en que se encuentran las cinco zonas chinamperas que aún existen en la Ciudad de México, aproximadamente unas 1800 de las más de 20 mil hectáreas que llegaron a existir en su época de mayor esplendor en el siglo XVI: San Gregorio Atlapulco, San Luis Tlaxialtemalco, Ejidos de Xochimilco, Míxquic y Tláhuac.
Porque si por curiosidad, usted decide hacer un recorrido por los alrededores de estos cultivos, verá que entre una y otra chinampa, de sus tierras, otrora fértiles, florecen hoy construcciones de varilla y concreto, más adelante se topará con zanjas, señal de que alguna vez albergaron caudalosas avenidas de agua; y las que aún conservan algo del vital líquido, se encuentran cubiertas de amusgo, lechuguilla y lirio, una verdadera plaga de lirio.
Precisamente de esas, más de 20 mil construcciones ya habitadas, expulsan diariamente descargas de aguas negras a los lagos, que las convierten en tóxicas, además las tierras sufren cambios de humedad, aunado al aumento de salinidad. Y la casi nula rentabilidad de esta agricultura, los hijos de los campesinos, generación tras generación prefieren dedicarse a otras actividades o empleos. La mayoría son maestros, los menos tienen alguna licenciatura, otros prefieren oficios como la mecánica o emplearse en las grandes corporaciones y tiendas departamentales atraídos por el estatus y el prestigio que da el dinero.
Además, el enorme crecimiento de la mancha urbana que tiene al acecho estos terrenos para convertirlos en vivienda, también ha traído como consecuencia la sobreexplotación de los mantos acuíferos y por ende el hundimiento de estos vestigios de Tlahuac y Xochimilco.
De esta manera, cada día la zona chinampera se va reduciendo; de la superficie aún productiva sólo en el 47.7% se aplica el sistema chinampero, mientras que en el 12.5% se han instalado invernaderos, el 9.4% se encuentra inundada, el 16% cuenta con pastizales y en el 14.4% se produce maíz, según datos de la alcaldía de Xochimilco.
La era de la nostalgia.
Por aquellos días de la conquista, los españoles veían asombrados a los nativos en medio de los cultivos de maíz, frijol, chía, tomate, jitomate, chiles, calabaza, chilacayote, quelites y la alegría o amaranto (uauhtli), plantas y forma de cultivos que deslumbraron a aquellos intrusos, invasores, que habían llegado sin invitación alguna.
No perdían detalle de los nativos que se movían en un vaivén entre la tierra firme y el fango de la laguna para tejer un armazón de grandes troncos atados con cuerdas de ixtle, que las hábiles manos completaban un entramado de ramas, cañas y troncos más delgados, hasta quedar una especie de esqueleto tejido, el que posteriormente era cubierto con capas de guijarros, grava y tierra abonada, lista para la siembra, porque al estar sobre el agua, la humedad impregnaba las chinampas facilitando las labores de riego y logrando una enorme producción de calabaza, frijol, maíz, vegetales y flores.
Para que entendieran los hombres blancos, bien pudieron explicar los nativos que para su funcionamiento, las dimensiones dependen en gran parte de la extensión de los “cimientos”; les dirían que su anchura es pequeña con el objeto de que el agua, por infiltración, pueda llegar hasta el centro de la chinampa, es decir sus dimensiones fluctúan entre 5 metros de longitud por 3 de ancho.
En ellas se daban hasta siete producciones al año, cuatro veces más que en tierra firme, lo que convertía este sistema de cultivo en el más productivo, pues de ahí se alimentaba no solo al pueblo xochimilca, sino a gran parte de la población azteca, que por aquellos años, era un poderoso imperio que se extendía hasta Centroamérica.
Y los intrusos se deleitaban viendo pasar las canoas a lo largo y ancho de los canales, cargadas de verduras y granos para llevarlos a pueblos cercanos como destino final a donde los comercializaban; al mismo tiempo, no alcanzaban a comprender como aquellos hombres, a los que consideraban inferiores, tenían tantas habilidades que desarrollaban en beneficio de esas sociedades.
De aquellas horas aciagas, han pasado ya más de 500 largos y penosos años de este choque de culturas y de constante lucha por su supervivencia; con la Independencia de México, las chinampas florecieron con intensidad nuevamente, debido a que los nativos adaptaron las semillas traídas por los españoles, como la espinaca, cilantro, acelga, apio, coliflor, betabel, brócoli, rábano, pepino, col, alcachofa, colinabo, lechuga e incluso el trigo, la cebada, avena y hasta los árboles de olivo, plantados principalmente en el pueblo de Santiago Tulyehualco.
Pero la lucha contra el agua finalmente triunfó por sobre el Valle de México, pues con los grandes y profundos sistemas de drenaje, terminaron por lograr la expulsaron del agua para ir ganando terrenos en su desenfrenado y esquizofrénico crecimiento urbano, que lustro tras lustro, década tras década va ahorcando a estos cultivos declarados como Patrimonio de la Humanidad.
Hoy día, unos cuantos campesinos y estudiosos universitarios luchan desesperadamente ante la indiferencia de las autoridades y de la sociedad en general, porque este cultivo milenario sea rescatado y protegido, tal y como lo mandatan organismos internacionales como la Unesco. Sí se está haciendo algo, admiten los campesinos agrupados en algunas organizaciones para su rescate, pero es insuficiente, porque hacen falta acciones más decisivas como leyes para detener a la agresiva mancha urbana y un fuerte apoyo a los chinamperos para aumentar la producción, así como un sistema de comercialización.
¿Lo entenderán las autoridades o seguirán a ciegas y poniendo oídos sordos a las graves consecuencias de lo que se viene, o que ya estamos viviendo, con la desaparición de estos cultivos milenarios?